Hace ya 25 años, en medio de un escándalo político y envuelta en la impunidad que caracterizó al menemismo, explotaba la fábrica de armamento militar de Río Tercero. Muchas teorías se han barajado sobre lo que sucedió realmente y las respuestas que se han dado siguen siendo insatisfactorias. La película de Natalia Garayalde propone un punto de vista novedoso en el sentido que se encuentra anclado en una visión personal con un alcance universal que te deja helado.
Cuando sucedió la tragedia, en noviembre de 1995, ella apenas era una niña jugando con una cámara hogareña. En su primer largometraje recurre a ese material y a archivos de noticiero para reconstruir el relato del horror en primera persona. Además del valor histórico de las imagenes rescatadas, el gran plus lo aporta su propia presencia detrás de cámara. Estamos ante una pequeña que no comprendía la magnitud de lo que estaba sucediendo (de hecho nadie en el país tenía herramientas para hacerlo) y graba lo que puede, como puede, con miles de temblores en el pulso. Y su voz en off reconstruye, ayudada por el registro y por sus propios recuerdos, cómo esa explosión cambió su vida y la de todos los habitantes de aquella localidad.
En ese sentido son destacables las decisiones de montaje, que parten de la construcción de las pequeñas preocupaciones de la niña para arribar a un miedo colectivo, transpolando su mirada a los ojos de un país completo.
Testimonio duro y cargado de sensibilidad de una tragedia que, como muchas otras, podría haberse evitado. Lo más intenso de la experiencia de transitar este documental es la certeza de que su experiencia se multiplica en millones de niños más a lo largo y a lo ancho del mundo. Y si no te conmueve eso, dejame decirte que probablemente tengas graves problemas de empatía.
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